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[A LOS PERUANOS, CONTINUACIÓN]

Pues, en verdad os digo que si tuvieseis una fe tan
grande como un grano de mostaza, diríais a esta montaña:
transpórtate de aquí a allá y se transportaría y nada os sería
imposible.
(San Mateo, XII, 17).

Dios no ha hecho nada en vano. Los mismos malos entran dentro del orden de su Providencia. Todo está coordinado y todo progresa hacia un fin. Los hombres son necesarios a la tierra que habitan, viven de su vida y, formando parte de ese conglomerado, cada uno de ellos tiene una misión a la que la Providencia le ha destinado. Sentimos inútiles pesares, estamos sitiados por impotentes deseos por haber desconocido esta misión y nuestra vida se ve atormentada, hasta que al fin volvemos sobre nuestros pasos. De igual modo, en el orden físico, las enfermedades provienen de la falsa apreciación de las necesidades del organismo para la satisfacción de sus exigencias. Descubriremos, pues, las reglas que hay que seguir para alcanzar en este mundo la mayor suma de felicidad por medio del estudio de nuestro ser moral y físico, de nuestra alma y de la organización del cuerpo al que aquella ha sido destinada a mandar. Las enseñanzas no nos faltan ni para uno ni para otro estudio. El dolor, ese rudo maestro, nos las prodiga sin cesar; pero no ha sido dado al hombre progresar sino con lentitud. Sin embargo, si comparamos los males de que son presa los pueblos salvajes con los que existen todavía entre los pueblos más avanzados en civilización y los goces de los primeros con los de los segundos, nos admiraremos de la inmensa distancia que separa a estas dos fases extremas de colectividades humanas. Pero no es necesario, para comprobar el progreso, comparar dos estados de sociabilidad tan alejados el uno del otro. El progreso gradual de siglo a siglo es fácil de verificar por los documentos históricos que nos representan el estado social de los pueblos en tiempos anteriores. Para negarlo es preciso no quererlo ver, y el ateo, a fin de ser consecuente consigo mismo, es el único interesado en hacerlo.

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Concurrimos todos, a pesar nuestro, al desarrollo progresivo de nuestra especie. Mas en cada siglo, en cada fase de sociabilidad, vemos a hombres que sobresalen de la multitud y que marchan como exploradores, muy por delante de sus contemporáneos. Agentes especiales de la Providencia, trazan la vía por la cual, después de ellos, prosigue la humanidad. Esos hombres son más o menos numerosos y ejercen sobre sus contemporáneos una influencia más o menos grande, según el grado de civilización a que ha llegado la sociedad. El punto más alto de civilización será aquel en que cada uno tenga conciencia de sus facultades intelectuales y las desarrolle deliberadamente en interés de sus semejantes, sin considerarlo diferente del suyo.

Si la apreciación de nosotros mismos es previamente necesaria para el desarrollo de nuestras facultades intelectuales; si el progreso individual está proporcionado al desarrollo y a la aplicación que reciben estas mismas facultades, es incontestable que las obras más útiles para los hombres son aquellas que les ayudan al estudio de ellos mismos, haciéndoles ver al individuo en las diversas posiciones de la existencia social. Los hechos solos no son suficientes para hacer conocer al hombre. Si el grado de su progreso intelectual no se nos presenta y si las pasiones que han sido sus móviles no se nos muestran, los hechos no llegan hasta nosotros sino como otro tantos enigmas que la filosofía, con más o menos éxito, intenta calificar.

La mayor parte de los autores de memorias que contienen revelaciones, no han querido que aparezcan sino cuando la muerte los ha puesto a cubierto de la responsabilidad de sus actos y palabras, sea que fuesen retenidos por una susceptibilidad de amor propio al hablar de sí mismos, sea por temor a suscitarse enemigos al hablar de otros, sea que temiesen las recriminaciones o los mentís. Procediendo en esta forma, han invalidado su testimonio, al que sólo se presta fe cuando los autores de la época lo confirman. Tampoco se puede suponer que el perfeccionamiento ha sido el objeto predominante de su pensamiento. Se ve que han querido hacer hablar de sí mismos dando pasto a la curiosidad y aparecer a los ojos de la posteridad distintos de lo que fueron sus contemporáneos y han escrito con un propósito personal. Disposiciones recibidas por una generación que ya no se interesa por ellas, pueden ofrecer el cuadro de costumbres de sus antepasados, pero no podrán ejercer sino una débil influencia sobre las suyas. En efecto, es por lo generalp. 7 la opinión de nuestros contemporáneos lo que nos sirve de freno, y no la que podrá emitir sobre nosotros la posteridad. Las almas de élite únicamente ambicionan este sufragio; las masas permanecen indiferentes.

En nuestros días, los corifeos proceden de suerte que sus revelaciones testamentarias se publiquen inmediatamente después de su muerte. Es entonces cuando quieren que su sombra arranque, violentamente la máscara a quienes les precedieron en la tumba y a algunos de los sobrevivientes a quienes la vejez ha puesto fuera de escena. Así han procedido los Rousseau, los Fouché, los Grégoire, los Lafayette, etc.... Así procederán los Talleyrand, los Chateaubriand, los Béranger, etc. La publicación de memorias, hecha al mismo tiempo que la nota necrológica o la oración fúnebre, ofrece, sin duda, más interés que si, como las del duque de Saint Simon, aparecen un siglo después de la muerte del autor; pero su acción represiva es casi nula. Son ramas de un árbol derribado, cuyos frutos no son la sucesión del perfume de sus flores y la tierra no los hará reverdecer jamás.

El interés que se presta a los grandes acontecimientos induce generalmente a los escritores a representar a los hombres en medio de esos grandes acontecimientos y les hace despreocuparse de mostrárnoslos interiormente. Los autores de memorias no están siempre exentos de ese defecto, aunque nos hacen conocer a las personas de quienes hablan y las costumbres de su tiempo mejor que los historiadores propiamente dichos. Pero la mayoría de estos escritores han tornado a los grandes personajes del orden social como tema de sus escritos y nos han descrito muy rara vez a los hombres de las diversas profesiones de que se componen las sociedades humanas. El duque de Saint Simon nos hace ver a los cortesanos y sus intrigas; pero no piensa en referirnos las costumbres del burgués de París o de alguna otra parte de Francia. El carácter moral de un hombre del pueblo no ofrecía ningún interés a los ojos de un gran señor de entonces. Sin embargo, el valor de un individuo no radica en la importancia de las funciones que desempeña, en el rango que ocupa o en las riquezas que posee. Su valor, a los ojos de Dios, está proporcionado a su grado de utilidad en sus relaciones con la especie humana íntegra, y es con esta escala con la que, en adelante, deberá medirse el elogio o la censura. En tiempos del duque de Saint Simon se estaba aún muy lejos de conocer esta medida de las acciones humanas. Las memorias que harían conocerp. 8 a los hombres tales cuales son, y que los apreciarían según su valor real, son las del hombre que ha luchado contra la adversidad, las de aquel que en el infortunio se encontró frente al poder del rango y de la riqueza y a quien una creencia religiosa pone por encima de todo temor. Quien ve un semejante en todo ser humano y sufre por sus penas y se regocija con sus goces es quien debe escribir sus memorias, cuando se ha encontrado en situación de recoger observaciones. Esas memorias harán conocer a los hombres sin distinción de rangos, tales como la época y el país los presentan.

Si sólo se tratara de presentar los hechos, los ojos bastarían para verlos. Pero para apreciar la inteligencia y las pasiones del hombre la instrucción no es lo único necesario. Es preciso haber sufrido y sufrido mucho, pues sólo el infortunio puede enseñarnos a conocer en lo justo lo que valemos y lo que valen los demás. Es preciso, además, haber visto mucho, a fin de que, despojados de todo prejuicio, consideremos a la humanidad desde otro punto de vista que el de nuestro campanario. Es preciso, en fin, tener en el corazón una fe de mártir. Si la expresión del pensamiento se detiene por consideración ante la opinión de otro, si la voz de la conciencia se ahoga por temor de hacerse de enemigos o por otras consideraciones particulares, se falta a la misión, se reniega de Dios.

Se preguntará quizá si es siempre útil publicar las acciones de los hombres en el momento en que acaban de practicarse. Sí, respondería yo. Todas las que perjudican; todas las que provienen de un abuso de poder, cualquiera que sea éste: de fuerza o de autoridad, de inteligencia o de posición, y que hiera a otro en la independencia que Dios ha concedido sin distinción a todas las criaturas, fuertes o débiles. Pero si la esclavitud existe en la sociedad, si se encuentran ilotas en su seño, si las leyes no son iguales para todos, si prejuicios religiosos o de otra índole reconocen una clase de PARIAS, ¡oh! entonces la misma abnegación que nos lleva a señalar ante el desprecio al opresor debe hacernos echar un velo sobre la conducta del oprimido que trata de escapar al yugo! ¿Existe acción más odiosa que la de esos hombres que en las selvas de América, van a la caza de negros fugitivos para traerlos de nuevo bajo el látigo del amo? La esclavitud está abolida, se dirá, en la Europa civilizada. Ya no hay, es cierto, mercados de esclavos en las plazas públicas; pero entre los países más avanzados no hay uno en el cual clases numerosas de individuos no tengan mucho que sufrir de una opresión legal: los campesinos en Rusia, los judíos enp. 9 Roma, los marineros en Inglaterra, las mujeres en todas partes. Sí, en todas partes en donde la cesación del consentimiento mutuo y necesario a la formación del vínculo matrimonial no es suficiente para romperlo, la mujer está en servidumbre. El divorcio obtenido por la voluntad expresa de una de las partes puede únicamente libertarla y ponerla a nivel del hombre, al menos, para los derechos civiles. Así, pues, mientras el sexo débil, sujeto al más fuerte, se encuentre forzado en las afecciones más premiosas de nuestra naturaleza, mientras no haya reciprocidad entre ambos sexos, publicar los amores de las mujeres es exponerlas a la opresión. De parte del hombre es la acción de un cobarde, puesto que, a este respecto, él goza de toda su independencia.

Se observa que el nivel de civilización a que han llegado diversas sociedades humanas está en proporción a la independencia de que gozan las mujeres. Algunos escritores, en la vía del progreso, convencidos de la influencia civilizadora de la mujer y al verla por todas partes regida por códigos excepcionales, han querido revelar al mundo los efectos de ese estado de cosas. Con este objeto, desde hace cerca de diez años han lanzado diversos llamamientos a las mujeres para animarlas a publicar sus dolores y sus necesidades, los males que resultan de su sujeción y lo que debería esperarse de la igualdad entre los dos sexos. Ninguna, que yo sepa, ha respondido a este llamamiento. Los prejuicios que reinan en la sociedad parecen haber paralizado su valor, y mientras en los tribunales repercuten las demandas dirigidas por las mujeres, ya sea para obtener pensiones alimenticias de sus maridos o su separación de ellos, ninguna se atreve a levantar la voz contra un orden social que, dejándolas sin profesión, las mantiene en la dependencia, al mismo tiempo que remacha sus cadenas con la indisolubilidad del matrimonio. Me equivoco. Un escritor que se ha distinguido desde sus comienzos por la elevación de su pensamiento y la dignidad y pureza de su estilo, ha empleado la forma de novela para hacer resaltar la desgracia de la posición que nuestras leyes han asignado a la mujer, y ha puesto tanto de verdad en su descripción, que sus propios infortunios han sido presentidos por el lector. Pero este escritor, que es una mujer, no contento del velo con que ha escondido sus escritos, los ha firmado con nombre masculino. ¿Qué repercusión pueden tener las quejas envueltas entre ficciones? ¿Qué influencia podrán ejercer cuando los hechos que las motivan son despojados de la realidad? Las ficciones agradan, ocupan un instantep. 10 el pensamiento, pero jamás son los móviles de las acciones de los hombres. La imaginación está cansada, las decepciones la han tornado desconfiada de sí misma, y es sólo con palpables verdades, con hechos irrecusables, con lo que se puede esperar influir sobre la opinión publica. ¡Qué las mujeres cuya vida ha sido atormentada por grandes infortunios hagan hablar sus dolores! Que expongan las desgracias sufridas como consecuencia de la posición que les ha deparado las leyes y los prejuicios que las encadenan; pero que hablen... ¿Quién mejor que ellas estaría a la altura de revelar las iniquidades ocultas en la sombra al desprecio del público?... Que todo individuo, en fin, que ha visto y ha sufrido y que ha tenido que luchar contra las personas y las cosas se imponga el deber de contar con toda verdad los acontecimientos en los cuales ha sido actor o testigo y nombre a aquellos a quienes debe censurar o elogiar. Pues, lo repito, la reforma sólo puede operarse y sólo habrá probidad y franqueza en las relaciones sociales, por efecto de semejantes revelaciones.

En el curso de mi narración hablo a menudo de mí misma. Me pinto con mis dolores, mis pensamientos y mis afectos. Todo resulta de la constitución que Dios me ha dado, de la educación que he recibido y de la posición que las leyes y los prejuicios me han señalado. Nada es completamente igual y sin duda hay muchas diferencias entre todas las criaturas de una misma especie y de un mismo sexo. Pero hay también semejanzas físicas y morales, sobre la cuales los usos y las costumbres proceden en forma parecida y producen efectos análogos. Muchas mujeres viven, de hecho, separadas de sus maridos, en los países en donde el catolicismo de Roma ha hecho rechazar el divorcio 1. No es, pues, sobre mí, personalmente, que quiero atraer la atención, sino sobre todas las mujeres que se encuentran en la misma posición y cuyo número aumenta diariamente. Ellas pasan por tribulaciones y por sufrimientos de misma naturaleza que los míos, están preocupadas por la misma clase de ideas y sienten los mismos afectos.

Las necesidades de la vida ocupan por igual a uno y otro sexo. Pero el amor no los afecta a ambos en el mismo grado. En la infancia de las sociedades el cuidado de su defensa absorbe la atención del hombre. En una época más avanzada de la civilización,p. 11 el de hacer fortuna. Pero en todas las fases sociales el amor es para la mujer la pasión central de todos sus pensamientos. Hablo según mis propias impresiones y lo que he observado. En otra obra entraré más a fondo en la cuestión y presentaré el cuadro de los males que resultan de su esclavitud y de la influencia que adquirirá con su liberación.

Todo escritor debe ser veraz. Si no se siente con el valor de serlo debe renunciar al sacerdocio que asume: el de instruir a sus semejantes. La utilidad de sus escritos resultará de las verdades que contengan. Por eso, dejando a las meditaciones de la Filosofía el descubrimiento de las verdades generales, no intento decir sino lo cierto en el relato de las acciones humanas. Esta verdad está al alcance de todos. Si el conocimiento de las acciones de los hombres en diversos grados de progreso intelectual y en las innumerables circunstancias de la existencia que los llama a obrar es indispensable al conocimiento del corazón humano y al estudio de uno mismo, la publicidad dada a las acciones de los hombres vivos es el mejor freno que se puede imponer a la perversidad y la más bella recompensa que ofrecer a la virtud. Sería desconocer extrañamente la gran utilidad moral de la publicidad el querer restringirla a los actos de los funcionarios del Estado. Las costumbres ejercen una influencia constante sobre la organización social y es evidente que el objeto de la publicidad fracasaría si las acciones privadas quedasen aparte. Ninguna hay que sea útil sustraer, ninguna es indiferente. Todas aceleran o retardan el movimiento progresivo de la sociedad. Si se reflexiona en el gran número de iniquidades que se cometen cada día y que las leyes no saben impedir, se convencerá del inmenso mejoramiento de las costumbres que resultaría de la publicidad dada a las acciones privadas. No habría ya hipocresía posible, y la deslealtad, la perfidia y la traición no usurparían sin cesar, con apariencias engañosas, la recompensa de la virtud. Habría verdad en las costumbres y la franqueza se trocaría en habilidad.

Pero ¿en dónde se encontrarán —está uno tentado de preguntar— esos seres llenos de fe y de inteligencia, cuya abnegación intrépida consienta en desafiar las recriminaciones, los odios y las venganzas y en exponer a toda luz las iniquidades ocultas y los nombres de sus autores? Para publicar acciones en las cuales uno no está individualmente interesado, cometidas por personas vivas, que habitan en el mismo país, en la misma ciudad, ¿se encontrarán gentes que renuncien a todo interés mundano y abracen la vida delp. 12 mártir? Se encontrará cada día más numerosas, responderé yo con la fe que tengo en el corazón. La religión del progreso tendrá sus mártires, como todas las otras han tenido los suyos, y no faltará seres suficientemente religiosos para comprender el pensamiento que me guía, y tengo también conciencia de que mi ejemplo tendrá imitadores. El reino de Dios llega. Entramos en una era de verdad. Nada de lo que ponga trabas al progreso podrá subsistir. La opinión, esta reina del mundo, ha producido inmensas mejoras. Con los medios de ilustración que aumentan cada día, las producirá más grandes aún. Después de haber renovado la organización social renovará el estado moral de los pueblos.

Al entrar en la nueva ruta que acabo de trazar, cumplo con la misión que me ha sido dada. Obedezco a mi conciencia. Los odio podrán levantarse contra mí; pero, Ser de Fe, ante todo, ninguna consideración me impedirá decir todo cuanto he sufrido. Nombrar a los individuos pertenecientes a diversas clases de la sociedad con quienes las circunstancias me han puesto en contacto. Todos viven aún. Les haré conocer por sus acciones y sus palabras.