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c) LA VIDA

Sor Juana Inés de la Cruz nació el 12 de noviembre de 1651, en la alquería de San Miguel de Nepantla.27 La población está situada sobre el camino que va de Amecameca a Cuautla y a unas veintitrés leguas de México. Parece suspendida en el espacio. Yace entre arenas volcánicas y se recuesta al margen de precipicios rocosos. Frente a su desolación, el espíritu se amedrenta. Los vientos tórridos golpean y deshacen las nieves del Popo, que apenas si se adivina en el horizonte. Por haber aludido Sor Juana a la población de Amecameca, en uno de los sonetos de consonante forzado que compuso en un p. 32 doméstico solaz, se ha dudado del sitio de su nacimiento. Tras la duda han surgido controversias que no han hecho sino enturbiar el tema. Consignan el nacimiento de Sor Juana en Nepantla, no sólo su biógrafo el P. Calleja, sino también las leyendas inscritas en los retratos antiguos de la poetisa. Cuando Sor Juana dice que es de Meca, lo hace empleando la palabra misma que se le dio como consonante. Para dilucidar la cuestión basta con relacionar tales noticias. Aunque nacida en Nepantla, es casi seguro que no haya vivido mucho tiempo ahí. Su familia debió de trasladarse a Amecameca, como a región de mejores recursos. La poetisa habrá venido siendo conocida como perteneciente a este lugar. Los que en la Corte le propusieron, entre dichos consonantes, la palabra meca, no podían menos de recordar y tener presente tal hecho: el lugar de donde provenía y era vecina la futura monja. En tal sentido recogió la palabra y escribió: Tú eres zancarrón y yo de Meca.28 La misma estéril discusión sobre el sitio de su nacimiento ha entorpecido la orientación de los esfuerzos encaminados a localizar la partida de su bautizo. En Nepantla —en donde pudo haber estado— no es caso de insistir, puesto que ya no existe la iglesia, señalada en el mapa de 1637.29 La parroquia de hoy data del siglo XIX. En Amecameca —donde los dominicos fundaron un convento en el año de 1547—p. 33el archivo del período colonial está incompleto; y en Ozumba la iglesia se edificó entre 1697 y 1698, cuando ya había muerto Sor Juana. Es preciso, pues, fijar la atención en Chimalhuacán, a cuya jurisdicción, dentro de la provincia de Chalco, pertenecía San Miguel de Nepantla.30 Las investigaciones no han dado, sin embargo, resultado alguno.

Según se lee en el Libro de Registros del Convento de San Jerónimo, fueron padres de Juana, D. Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca y Doña Isabel Ramírez de Santillana. El señor de Asbaje era natural de la villa de Vergara, de la provincia de Guipúzcoa.

El apellido Asbaje no parece ser vasco. No consta en la Colección Alfabética de Apellidos Bascongados (1809) de Josef Francisco de Irigoyen. En el Diccionario Vasco—Español—Francés (1905) del Pbro. R. M. de Azkue, asbage quiere decir, aflicción, asmático. En la Colección Alfabética de Apellidos Vascongados (1868) nueva edición de la obra de J. S. Irigoyen, no consta tal apellido. No lo cita Juan Carlos de Guerra en sus Estudios de Heráldica Vasca (1910). Tampoco lo menciona Domingo de Lizaso en su Nobiliario de los Palacios, casas solares y linajes nobles de la M. N. y M. L. Provincia de Guipúzcoa (1901).

La madre, hija de españoles, había nacido en Yacapixtla, pueblo de la región sur de México, a poca p. 34 distancia de Cuautla. Se ha supuesto —aunque sin rigor histórico— que la familia de ésta era pariente de doña Catalina Xuares de Marcaida, primera mujer de Hernán Cortés.31 Juana no fue hija única. Cuando menos tuvo una hermana y un hermano. Así se desprende de las propias informaciones que proporciona en sus escritos. En su Respuesta habla de una hermana mayor y en el soneto que empieza ¡Oh quien amado Anfriso te ciñera! se refiere a un hermano posiblemente menor que ella.

Aunque el matrimonio haya vivido algunos años en Yacapixtla, es creíble que siendo el señor de Asbaje de tierra fría, prefiriera trasladarse a Nepantla, donde ni el frío ni el calor son excesivos. Luego, por exigencias económicas —que habrán de comprobarse después con la falta de recursos para pagar la dote de Juana— o por atender a la educación de sus hijos, debió de abandonar Nepantla, estableciéndose en Amecameca.32 La geografía hizo de Amecameca, zoco y meca de las aldeas cercanas. En sus calles, en la plaza y en el atrio, se reunían gentes de toda condición. El prestigio de Fray Martín de Valencia creó la leyenda de El Sacro Monte. Mientras en el hogar de Juana Inés, bajo la autoridad del padre, se discurría en vascuence, afuera sonaban el náhuatl, la germanía del negro, del mestizo y la palabra castellana del criollo y del español. Así los idiomas llegaban p. 35 a ella por vía auditiva, por el camino de la perífrasis, antes que por el de la metáfora. Penetró su sensibilidad la arquitectura de los idiomas que habían de hincarse en su concepción estética y en su expresión literaria. Puede decirse que con esta lección se inició, definiendo sus posibilidades expresivas. Con estos idiomas tuvo conciencia de su obra. Alguna vez habló de las extrañas influencias de los indios;33 se burló del español castizo y aun levantó la voz en honra del vascuence familiar.

En medio de esta babel del trópico vivió, adueñándose del sabor humilde —el pensamiento y la sensibilidad en holganza. La hermana fue enviada a la Amiga del lugar para que aprendiera a leer y escribir. Tras ella caminó Juana y por travesura dijo a la maestra que la enseñara, por orden de doña Isabel. Y aunque no fue creída, recibió lecciones, en gracia a la ocurrencia. Al terminar este curso tenía cinco años. Dio en seguida algunos pasos en su adoctrinamiento literario. El P. Calleja dice que la primera luz que rayó en la razón de Juana Inés fue hacia los versos españoles. Ella misma advierte que se inclinó a los estudios desde sus primeros años. Su afición literaria despertó con la lectura de los libros que pudo hallar en la biblioteca de su abuelo. Tuvo siempre una disposición natural para expresarse en forma armónica. Fue un don que se le impuso hasta p. 36 el grado de que le costaba evitar que su prosa se viera libre de las exigencias rítmicas. Metro y asonancia producíanse en ella con fluidez. En su Respuesta advierte que sus quejas sonaban en verso, como en Ovidio. Al hacerse pública su disposición literaria, nació la fama de su habilidad. Compuso una Loa al Santísimo Sacramento, con el objeto de ganar un libro prometido por Fray Francisco Muñiz, Vicario de Amecameca. De esta suerte se desvió en sus principios el rumbo de su capacidad lírica. El medio alteró el orden de su expresión, imprimiéndole el sello de un artificio religioso.

En Amecameca todo es muralla y hondura. La naturaleza es más monstruosa que pródiga. Sus tierras ofrecen la promesa de lo que se veda y no el regalo de lo que existe. Lo hermético impulsa la voluntad hacia la fuga, hacia la periferia. Ante el misterio, los ojos se vuelven sobre sí mismos, en una actitud de recogimiento. Las montañas que limitan la ciudad, despiertan un querer librarse de su terror y avivan el ansia por alcanzar la distancia y traspasar la altura. Un apetito de huída, un como deseo de desentrañar el secreto de lo que está oculto tras el horizonte, se ahínca en el espíritu. Amecameca debió de inquietar a Juana Inés. El espíritu de la joven, aún adueñándose del sabor aborigen —verdadero sermo rústicus para su existencia— debió de tener la necesidad p. 37 de un adoctrinamiento superior. Su afán por el estudio, su capacidad disciplinaria, se anunciaron desde temprano. El método de su discurso lo confirma. En esto muestra el dominio que de sí misma tenía. Deseó entonces romper el cerco de su vida. Coincidiría su inquietud y su rebeldía con el período inicial de su pubertad. Al despertar la adolescencia y al morir la niñez aviváronse sus energías. No quiso emplear su fuerza en juegos ni en prácticas religiosas, sino en disciplinas intelectuales. Así admitió la conciencia de su ser, dispuesta más a la percepción de lo subjetivo que de lo objetivo. Fue ésta como una crisis psicológica. En este tiempo pretendió que la disfrazaran de hombre y la enviaran a la Universidad de México. Su madre no accedió a tales exigencias, pero sí la envió con unos deudos que tenía en la ciudad. El bullicio urbano transformó su capacidad. Juana no pudo estudiar como quería; tuvo que contentarse con los libros castellanos que circulaban entonces. El método instructivo que se proponía seguir cambió radicalmente. Un nuevo idioma le fue dado: aquel que participaba tanto del lenguaje culto como del que arrastra el sentimiento de lo popular: el portugués. La vía auditiva que ensayó en su niñez fue suplida por la vía objetiva. La enseñanza oral por la libresca. De esto habrá de quejarse, escribiendo que es cosa dura querer aprender valiéndose p. 38 de libros. Ya no van a valerle las enseñanzas que afinando la sensibilidad pulen la inteligencia. Ahora sus disciplinas organizan su saber y su discurso. Ya no es el ser sino el ser como el que va a dominar en su vida. De ahí que se proponga aprender latín en la cátedra de su amigo el bachiller Martín de Olivas. Se sujeta a disciplinas aconsejadas por su carácter y no por su emoción. No come queso porque le han dicho que este manjar pone rudeza en los espíritus; y se corta el pelo en castigo a la torpeza de su inteligencia. Todo acabó por darle prestigio académico y por hacerla sospechosa ante los ojos de la abigarrada concurrencia de nobles y pícaros que medraba bajo la tutela de aquella Corte, mitad española y mitad portuguesa. Su seguridad corrió peligro. Sus familiares decidieron entonces apartarla de aquel medio licencioso. Y para que no se extraviara en el laberinto de la ciudad, la hicieron ingresar en la Corte, como dama de honor de doña Leonor Carreto, mujer del Virrey Marqués de Mancera. Es evidente que sus deudos no advirtieron en Juana ninguna inclinación religiosa, pues hubieran entonces preferido resguardarla en un convento. Aunque esto pudo haber sido contrariado también si conocían la vida relajada de los conventos de aquella época. Fue bien recibida Juana de Asbaje en la Corte. Tuvo compañía proporcionada en la hija de los Virreyes. Su prematuro saber p. 39 dio pábulo a hablillas en los mentideros cortesanos. Para desengañarse de lo que se decía, convocó el Virrey a una junta de notables, a fin de que examinaran a la nueva dama y pusieran de relieve el carácter de su cultura, que algunos calificaban de infusa y otros de equívoca. A esta prueba concurrieron letrados y tertulios de la Corte. Es posible que se reunieran no pocos de los personajes que más tarde habían de figurar en la vida de la monja, tales como Carlos de Sigüenza y Góngora, Payo Enríquez de Ribera, Manuel Fernández de Santa Cruz, Antonio Núñez de Miranda y Juan de Guevara. Juana de Asbaje salió airosa, aunque no satisfecha, de este ensayo —según informó ella misma a su biógrafo el P. Calleja.

Por estos días debió de surgir la cuestión amorosa que influyó en su vida. Este tema ha sido motivo de suposiciones e interpretaciones no siempre apegadas a la realidad ni menos al espíritu que puede entreverse en la monja. La juventud, la belleza y el carácter de Juana y el medio cortesano en que vivió, permiten suponer que fue requerida de amores. El tema erótico se repite en sus versos. Se suceden los aspectos del amor contrariado por celos, ausencias, dudas y muerte. De su juventud y de su belleza hablan con encomio sus biógrafos y sus retratos primitivos. (Véase su Iconografía, México, 1934). De su carácter p. 40 se encuentran rastros explícitos en sus escritos. En su comedia Los Empeños de una Casa, el personaje Leonor, que representa a la monja, descifra algo de la clave de su intimidad, cuando dice:
Enamora tú, aquesta
y no a aquella pobrecita
de Leonor, cuyo caudal
son cuatro bachillerías.

Así pone de relieve la pobreza de su casa y la poca estimación en que era tenido su saber. Debió de sufrir en medio de aquella sociedad frívola quebrantos en su orgullo o en su sensibilidad. Quizás un desdén acrecido por el complejo de su resentimiento criollo, fatigó su energía. Añádase a esta crisis, cierta anormalidad sexual que algunas circunstancias permiten suponer. Juana parece, en potencia, que se mueve dentro de un campo sexual prematuro. Esta disposición erótica —por su origen tropical— no debió ser extraña en su desasosiego. Junto a la exaltación de la sensibilidad habrá surgido la madurez física, rebasando los niveles de la contención. Ambos hechos avivaron los centros intelectuales. Ya se sabe que la pubertad es la piedra de toque para las anomalías constitucionales. Además, algunos propósitos de su vida muestran cierta acción emanada de una p. 41 típica fisiología sexual. Así, al disfraz masculino que pretendía, puede añadirse el hecho de que se cortara el pelo, menospreciara al hombre y confesara su repugnancia por el matrimonio. Se advierte en sus actos, antes que reflejos femeninos, impulsos viriles, tales como la razón y el carácter. Su figura misma, no obstante la belleza del rostro, denuncia cierta rigidez —el grosor de las cejas y el rictus de los labios— que se acomoda a las características de una naturaleza viriloide. El choque erótico y el malestar de su vida en semejante mundo, determinaron su segunda crisis. Al decidirse por la vida conventual, obedeció no sólo a incitaciones interiores, sino también a apremios suscitados por el medio devoto que la rodeaba. Las repugnancias que siente y confiesa, son acalladas —no destruídas— por el confesor de los Virreyes, el P. Antonio Núñez de Miranda, que, desde ese momento, se convirtió en su guía. Un guía tiránico.

Ingresó como corista en el convento de San José de Carmelitas Descalzas, el 14 de agosto de 1667. Su estancia en él fue breve. Por la rigidez de la orden y la penuria en que se vivía en aquella casa, su salud se quebrantó al grado de que los médicos determinaron que buscara otro refugio más acomodado a su naturaleza. Salió en efecto, el 18 de noviembre del mismo año, con ánimo de recluirse en otro sitio. Su curación y convalecencia la pasó en Palacio o en casa p. 42 de sus deudos, pero de ninguna manera en contacto con la vida cortesana. Sus acuerdos personales se retardaban o se enmendaban, pero no se contradecían. Decidióse después por el convento de San Jerónimo, al cual ingresó en 1668. Cumplido el año de noviciado, hizo su profesión de fe el 24 de febrero de 1669. No tenía diez y siete años. Juró sus votos delante del Dr. Antonio de Cárdenas y Salazar, que asistió a la ceremonia en representación del arzobispo, Fray Payo Enríquez de Rivera.

Fue su primera ocupación pensar en los problemas de su naturaleza psicológica, en relación con las exigencias de la orden jerónima. La ausencia de vocación religiosa se le hizo de nuevo patente. No pensó, como Kempis, en un lugar grato y apacible para callar y conversar con Dios, sino en un cenobio laico, propicio para el estudio, tal como apetecía San Agustín. Estaba alerta estimulada, por su propio pensamiento. Como no podía manejar su devoción con la amplitud que exigía el claustro, buscó un sentido racional a su clausura. Quiso darle un sentido que sin contradecir sus obligaciones devotas, le permitiera canalizar sus inclinaciones intelectuales. Así fue como buscó el orden de su pensamiento antes que el empleo de su sensibilidad. Las disciplinas técnicas substituyeron a los ejercicios espirituales. Con estos empeños logró dos fines extremos y peligrosos: acallar p. 43 el dolor de su vida e inventar una justificación de su decisión. Se consolaba así y evadía la censura de los demás. El índice de sus reservas mentales denunció la ambigüedad de su conciencia respecto de la vida religiosa. En esta situación es cuando, por vía de recuerdo, con la presencia del sinsabor de sus males, desarrolló sus facultades literarias y sus empeños críticos. Por satisfacción propia y atención ajena se dio a la tarea de escribir. Esta actividad, sin embargo, como cualquiera otra de carácter profano, estaba en contradicción con las disposiciones de su Orden. La Regla prohibía hasta tener amistades particulares. No debían recibir las monjas ni cartas ni cosa alguna sin licencia ni registro. Sor Juana, no obstante, convirtió su celda en academia, taller y estrado. El gobierno eclesiástico, anuente a esta vida pública, le encargó el Arco para recibir al Virrey Conde de Paredes. Escribió entonces Sor Juana El Neptuno Alegórico. En consonancia con esta vida más profana que religiosa, desempeñó encargos conventuales acordes con su afición de cálculo y orden. Fue por espacio de nueve años, encargada del archivo y de la contaduría de su comunidad. Con los dineros que logró reunir, gracias a los regalos y a las dádivas de sus valedores, suplió gastos del convento y, con diligencia comercial, colocó con cautela de seguridad, cantidades que le redituaban alguna ganancia.

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Esta actitud de egoísmo y de cálculo de la poetisa la aleja de aquella posición simplista, de devota y extática, que le han inventado sus admiradores. Al cabo de algún tiempo, esta vida cortesana acabó por no ser vista con agrado por las autoridades religiosas. Las actividades literarias de Juana Inés —las líricas por su acento erótico y las críticas por cuanto que rozaban temas teológicos— avivaron la suspicacia de sus superiores. Tal situación se violentó cuando, aconsejada por alguien, en las bachillerías de una conversación, se atrevió a censurar un sermón del P. Antonio Vieyra, S. J. El trabajo de la monja lo recogió y comentó en una carta, mitad elogio y mitad censura, el Obispo de Puebla, D. Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún. A raíz de la carta del obispo, se puso de relieve la enemiga que se había concitado Sor Juana Inés con su escrito. Perdió el auxilio de su confesor, el P. Núñez; disgustóse con ella el arzobispo Aguiar y Seijas a tal grado que acabó por invadir su celda y por recogerle libros y preseas. Hubo censor de la Inquisición que calificó de herético su trabajo. Le causó tal malestar la réplica de Fernández de Santa Cruz, que esperó algún tiempo para meditar la contestación. En ésta trazó su confesión laica. Se trata de un documento vivo que muestra la firmeza de su carácter, la complejidad de su situación religiosa y el proceso de su existencia. En él p. 45 habla más la mujer que la monja. Es fácil distinguir entre sus palabras, el régimen de su pensamiento, pleno de reservas, a punto de caer en pecado de herejía. Los jesuitas movieron sus influencias y, de frente o soterradamente, le impusieron silencio. Quedó Sor Juana sujeta a la dirección que se le señaló. No pudo resistir más. Se interpuso entre ella y su obra la disciplina ascética de su tiempo. El P. Calleja advierte —sin razón— que la monja, en el año de 1693, halló gracia para hacer de su corazón la morada de Dios. (Como se advierte, el caso fue más psicológico que religioso). En su renuncia, la monja fue más allá de lo que se le pedía. Impulsada por su carácter exageró el castigo. Actuó su orgullo, su decoro lastimado y la suma de circunstancias emanadas de su neurosis. El propio P. Núñez le iba a la mano para corregir los excesos de su piedad observante. Pero esta acción no estaba dispuesta hacia ningún camino místico. Su actitud era, simplemente, de mortificación y de recogimiento; era una actitud litúrgica, aunque sincera. Estaba así, al fin, más de acuerdo con su época que consigo misma. Aprendió a obedecer. Su conducta fue el resultado de la presión exterior. Juana Inés quedó sola en la quietud de su celda. Redujo su actividad. Se resignó a ser, no lo que era ni lo que quiso ser, sino lo que los demás quisieron que fuera. Se situó en un plano en donde ni p. 46 la sensibilidad ni la razón tenían valimiento. Renunció a todo; hasta a sí misma. El decaimiento de la mujer terminó con la poetisa. Su entusiasmo y su capacidad de trabajo concluyeron. Se apagó dentro de sí, en silencio, su rebeldía ideológica. Su sentido religioso se transformó también. De la devoción sencilla que animó en forma natural su vida y sus actos, pasó a la rigidez de lo litúrgico. Sor Juana Inés dejó de vivir, porque, en realidad, dejó de convivir los valores espirituales que le eran íntimos y fecundos. Su bondad, de la que ella misma habla en su Respuesta, debió de ampliar sus manifestaciones. La caridad era su virtud reina —dijo el P. Calleja—. Se dio entonces a las tareas más humildes del convento; al cuidado de las ancianas y de las enfermas. Las asistía con bondad y abnegación. Por aquel tiempo, padeció la ciudad una epidemia tan pestilente que de cada diez personas que enfermaban, sólo convalecía una. Sor Juana no se arredró, antes acreció su empeño y se ciñó al deber de cuidar a las que estaban en peligro de muerte. Así se contagió. Al agravarse cumplió con las exigencias de su credo y las costumbres de su Orden. Llegó al fin con la calma de un corazón puro y el desasosiego de una inteligencia inconforme y despierta. Murió en la mañana del 17 de abril de 1695. Con ella termina la mejor expresión literaria de la Nueva España, dentro del período decadente del renacentismo español.